Hacía unas semanas que lo venía rumiando: necesitaba salir de esta isla, ver gente, tiendas, callejear. Estuve sopesando irme a Barcelona, también era una opción. Pero al final ganó Palma.
Y ahora he recordado por qué me gustaba tanto.
Tanto, que la primera vez que la visité, tenía unos 15 años en viaje de estudios con el instituto, al regresar a casa me preguntó mi madre "Qué te ha parecido Mallorca?" "Acojonante (no recuerdo qué tacos decía por aquél entonces): es donde iré a vivir cuando sea mayor"
Yo ya no me acordaba de esa conversación, hasta que me la contaron mucho tiempo después. Cuando las vueltas de la vida me habían llevado a instalarme en Palma, a enamorarme de su fachada marítima, del barrio del Molinar, donde íbamos a tomar cervecitas los sábados y domingos por la mañana (dependiendo de la resaca), y donde acabé comprando mi casa.
Una de las cosas que más me gustaba de mi casa en Palma era el Paseo Marítimo junto a ella. Pasear de día o de noche, caminar hasta que el ritmo de mis pasos acallaba mi mente en ebullición. El ruido de las olas, de noche y de día, en esa playa en formación. Durante lustros los temporales del invierno han ido depositando arena en lo que antes era una escollera a lo largo de unos cinco kilómetros de paseo. Mientras, en la otra parte de la isla, tienen que traerla con camiones cada primavera. Los hoteles y los turistas pierden, yo gano.


Y supongo que volveré pronto.